ECO Y NARCISO
Eco era una jóven ninfa de los bosques parlanchina y alegre. Con su charla incesante entretenía a Hera, la esposa de Zeus y éste aprovechaba esos momentos para mantener sus citas extraconyugales.
Hera, furiosa cuando supo esto, condenó a Eco a no poder hablar, sino solamente a repetir el final de las frases que escuchara y ella, avergonzada, abandonó los bosques que solía frecuentar recluyéndose en una cueva cercana a un riachuelo.
Narciso era un muchacho precioso. Cuando nació el adivino predijo que si él veía su imagen en un espejo sería su perdición, así que su madre evitó siempre los espejos y demás objetos en los que pudiera verse reflejado.
Narciso creció así. Hermosísimo sin ser consciente de ello y haciendo caso omiso a las muchachas que suspiraban porque se fijara en ellas. Tal vez porque de alguna manera Narciso se estaba anticipando a su destino, siempre parecía estar absorto en sus propios pensamientos, ajeno a lo que le rodeaba.
Narciso daba largos paseos sumido en sus cavilaciones y uno de esos paseos le llevo cerca de la cueva en la que Eco vivía. La ninfa le miró embelesada y quedó prendada de él pero no tuvo el valor suficiente para acercársele.
Narciso encontró agradable el camino que había seguido aquel día y lo repitió muchos días más. Eco le esperaba y le seguía en su paseo, siempre a distancia, temerosa de ser vista, hasta que un día un ruido que hizo al pisar una ramita, puso a Narciso sobre aviso y la descubrió.
Eco palideció al ser descubierta y enrojeció cuando Narciso se dirigió a ella:
"¿Qué haces aquí? ¿Por qué me sigues?"
"Aquí... me sigues..." fué lo único que Eco pudo decir, maldita como estaba, habiendo perdido su voz. Narciso siguió hablando y Eco nunca podía decir lo que deseaba.
La ninfa acudió a la ayuda de los animales, que de alguna manera hicieron entender a Narciso el amor que Eco le profesaba. Ella le miró expectante, ansiosa pero la risa helada de Narciso le desgarró.
Y así, mientras el muchacho se reía de ella, de sus pretensiones, de su amor... Eco moría.
Se retiró a su cueva, donde dicen que permaneció quieta, sin moverse, repitiendo en voz quedada, un susurro apenas, las últimas palabras que le había oido decir a Narciso: "qué estúpida..., que estúpida..., qué... es...tú....pi...da...". Y dicen que allí se consumió de pena, tan quieta que llegó a convertirse en parte de la propia piedra de la cueva.
Pero el mal que haces a otros no suele salir gratis... y así Némesis, diosa griega, que había presenciado toda la desesperación de Eco, entró en la vida de Narciso otro día que había salido a pasear y le encantó hasta casi matarlo de sed.
Narciso recordó entonces el riachuelo donde una vez había encontrado a Eco y, sediento, se dirigió hacia él. A punto de beber vió su imagen reflejada en el río y como le habían predicho al nacer quedó absolutamente cegado por su propia belleza en el reflejo. Y enamorado, como quedó de su imagen, quiso reunirse con ella y murió ahogado tras lanzarse a las aguas.
En el lugar de su muerte surgió una nueva flor a la que se le dio su nombre, el narciso, flor que crece sobre los bordes de los ríos reflejándose siempre en ellos.